Las iglesias de Ibiza, metáfora de la identidad de un pueblo

Resulta difícil comprender cómo una isla de territorio tan limitado como Ibiza posee una gastronomía tan vasta, variada, elaborada e incluso intrincada en muchos casos. Algunos platos, como la salsa de Nadal, el bullit de peix o el sofrit pagès, requieren una elaboración extremadamente laboriosa, que implica un esfuerzo mucho más allá del impuesto por la realidad cotidiana de la isla. Para comprender esta complejidad gastronómica del ibicenco, hay que contemplar su evolución histórica e idiosincrasia, porque se produce con la misma intensidad en otras muchas facetas de su pasado.

Un ejemplo tan rotundo como el de la cocina es la arquitectura. Esas casas payesas construidas en las laderas de los montes, donde cada estancia tiene una altura distinta y la piedra contrasta con el fulgor de la cal, denotan un gusto estético excepcional, pese a las limitaciones que en el pasado imponían tanto las técnicas constructivas como la homogeneidad de los materiales. El mayor exponente de esta armonía visual intrínseca a la obra del pitiuso es la iglesia rural, que asombra por su belleza y sencillez.

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Los templos del campo ibicenco, siempre encalados como las casas payesas, comenzaron a construirse en los albores del siglo XIV. Los primeros fueron los de Santa Eulària y Sant Antoni, y poseían una doble finalidad: atender por un lado las necesidades espirituales de la población y, al mismo tiempo, servir de refugio ante los continuos  ataques de los piratas, que sobre todo llegaban del norte de África. Eran, por consiguiente, iglesias-fortaleza, como aún traslucen sus torres y baluartes defensivos, y sus gruesos muros. Del mismo periodo son los templos de Sant Miquel y Sant Jordi, este último incluso almenado al estilo de los castillos. El siguiente fue el de Jesús, ya en el siglo XV, donde se asentó una comunidad franciscana.

Fue, sin embargo, al despuntar el siglo XVIII cuando se produjo la gran expansión de las iglesias por el campo pitiuso. La primera en recibir la autorización del arzobispado (Ibiza dependía entonces de Tarragona) fue la de Sant Josep (1720). A esta le siguieron Sant Joan, Sant Agustí, Sant Carles, Sant Francesc, Santa Gertrudis, Sant Llorenç, Sant Mateu, Santa Agnès, Sant Rafel y Sa Revista. Los últimos templos de estilo netamente rural fueron ya los de Sant Vicent (siglo XIX) y Es Cubells (XX).

Pese a que en todas ellas brilla el mismo estilo arquitectónico que se disfruta a lo largo y ancho de la isla, ninguna se parece a otra. Coinciden en su asimetría, en la cal que las cubre, las aristas redondeadas, el aspecto sólido, los gruesos muros en talud (aunque no siempre) y el incontestable toque ibicenco. Pero algunas tienen el campanario a un lado en lugar de en el centro, poseen dos alturas en vez de una, disponen de un porche frente a la entrada principal o en un lateral… Fueron erigidas a menudo por suscripción popular, con el sudor de sus feligreses, y constituyen un monumento al carácter del ibicenco, que pudiéndose limitar a la ley del mínimo esfuerzo, construía con increíble buen gusto y lograba el mejor resultado, con los exiguos medios de que disponía.

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